El descanso de la pesca. |
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Huyendo del caótico y ruidoso tráfico de esta tórrida y no menos caótica ciudad del norte, he dado con la plazuela dedicada a un conocido pintor local y presidida por la estátua de éste, paleta y pincel en mano; lo que no deja de tener su mérito si consideramos que tan relevante prócer se marchó para no volver a la edad de diez años cuando su mayor arte consistía, con toda seguridad, en tirar piedras al río.
Una frente a otra, dos iglesias bien distintas ocupan sendos laterales de la plaza. De un lado, la más moderna de "María Auxiliadora", orgullosamente erguida y abrazada por un, aunque vacío, todavía fuerte y poderoso colegio salesiano, llena de gente que canta fervorosamente las mismas canciones, nota a nota, desde hace apenas cien años. Del otro, rodeada por las ruínas del colegio al que perteneció, una vieja iglesia barroca del siglo XVII, modesta, de adobes, con menos gente, pero... ¿Qué quieren que les diga? Seguro que ustedes ya adivinaron mi elección para refugiarme.
Una frente a otra, dos iglesias bien distintas ocupan sendos laterales de la plaza. De un lado, la más moderna de "María Auxiliadora", orgullosamente erguida y abrazada por un, aunque vacío, todavía fuerte y poderoso colegio salesiano, llena de gente que canta fervorosamente las mismas canciones, nota a nota, desde hace apenas cien años. Del otro, rodeada por las ruínas del colegio al que perteneció, una vieja iglesia barroca del siglo XVII, modesta, de adobes, con menos gente, pero... ¿Qué quieren que les diga? Seguro que ustedes ya adivinaron mi elección para refugiarme.
Apenas traspasé la puerta quedé paralizado por la sorpresa. Dentro, una pequeña orquesta sinfónica municipal formada delante del altar, arrancaba con el primer movimiento de la Sinfonía nº 1 en Do Mayor, Opus 21, de Ludwig van Beethoven. Sí, esa misma que, en lugar de comenzar con un todopoderoso acorde de Do, como cabría esperar, lo hace jugando con acordes en Fa y en Sol; cosas y caprichos del genio.
No voy a entrar aquí en la calidad de la orquesta que, en cualquier caso y dentro del contexto, me pareció suficiente. Baste decir que me quedé escuchando y, al observar que la mayoría de los asistentes al concierto eran jóvenes, por un momento me sentí tan emocionado que incluso estuve a punto de recuperar la fe en la salvación del bípedo implume. ¡Hay un atisbo de esperanza! Pensé.
Mediado el segundo movimiento, caí en la cuenta de que casi todos llevaban una camiseta que los delataba como alumnos de una escuela de música y que, a mis espaldas, cuadrada ante la puerta y en actitud vigilante, la directora de la academia, con la mirada y su dedo acusador, fijaba al banco a todo aquel que osaba levantarse e intentar abandonar la iglesia.
¡Qué iluso! Estaban allí por obligación. Y me pregunto ¿A dónde nos dirigimos cuando ni quienes quieren ser músicos son capaces de seguir los cuatro movimientos de una sinfonía de Beethoven? ¿Cuántos de los presentes realmente lo eramos por el placer de escuchar?
Ya no me quedan dudas. Estamos inexorablemente condenados a la extinción sumidos en la barbarie.
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Texto tomado de: «Crónicas de Viajes Reales o Soñados».
Autor: Miguel Arcángel de Vallejera y de Riofrío.
Primera Sinfonía, en Do Mayor, Opus 21 (IV Movimiento) - Beethoven.
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