jueves, 25 de abril de 2019

En Do Mayor.

El descanso de la pesca.
El descanso de la pesca.

Puede que la veas mejor si haces clic sobre la foto y luego pulsas F11.


Huyendo del caótico y ruidoso tráfico de esta tórrida y no menos caótica ciudad del norte, he dado con la plazuela dedicada a un conocido pintor local y presidida por la estátua de éste, paleta y pincel en mano; lo que no deja de tener su mérito si consideramos que tan relevante prócer se marchó para no volver a la edad de diez años cuando su mayor arte consistía, con toda seguridad, en tirar piedras al río.

Una frente a otra, dos iglesias bien distintas ocupan sendos laterales de la plaza. De un lado, la más moderna de "María Auxiliadora", orgullosamente erguida y abrazada por un, aunque vacío, todavía fuerte y poderoso colegio salesiano, llena de gente que canta fervorosamente las mismas canciones, nota a nota, desde hace apenas cien años. Del otro, rodeada por las ruínas del colegio al que perteneció, una vieja iglesia barroca del siglo XVII, modesta, de adobes, con menos gente, pero... ¿Qué quieren que les diga? Seguro que ustedes ya adivinaron mi elección para refugiarme.

Apenas traspasé la puerta quedé paralizado por la sorpresa. Dentro, una pequeña orquesta sinfónica municipal formada delante del altar, arrancaba con el primer movimiento de la Sinfonía nº 1 en Do Mayor, Opus 21, de Ludwig van Beethoven. Sí, esa misma que, en lugar de comenzar con un todopoderoso acorde de Do, como cabría esperar, lo hace jugando con acordes en Fa y en Sol; cosas y caprichos del genio.

No voy a entrar aquí en la calidad de la orquesta que, en cualquier caso y dentro del contexto, me pareció suficiente. Baste decir que me quedé escuchando y, al observar que la mayoría de los asistentes al concierto eran jóvenes, por un momento me sentí tan emocionado que incluso estuve a punto de recuperar la fe en la salvación del bípedo implume. ¡Hay un atisbo de esperanza! Pensé.

Mediado el segundo movimiento, caí en la cuenta de que casi todos llevaban una camiseta que los delataba como alumnos de una escuela de música y que, a mis espaldas, cuadrada ante la puerta y en actitud vigilante, la directora de la academia, con la mirada y su dedo acusador, fijaba al banco a todo aquel que osaba levantarse e intentar abandonar la iglesia.

¡Qué iluso! Estaban allí por obligación.  Y me pregunto ¿A dónde nos dirigimos cuando ni quienes quieren ser músicos son capaces de seguir los cuatro movimientos de una sinfonía de Beethoven? ¿Cuántos de los presentes realmente lo eramos por el placer de escuchar?

Ya no me quedan dudas. Estamos inexorablemente condenados a la extinción sumidos en la barbarie.


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Texto tomado de: «Crónicas de Viajes Reales o Soñados».
Autor: Miguel Arcángel de Vallejera y de Riofrío.





Primera Sinfonía, en Do Mayor, Opus 21 (IV Movimiento) - Beethoven.




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miércoles, 17 de abril de 2019

El jañape

Jañape (Gecko)
Jañape (Gecko)



Jañape (Gecko)
Jañape (Gecko)

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Calor...

Estoy aquí, tendido, en la semioscuridad, y, mientras mi cuerpo se disuelve en el sudor, nada se mueve en el cuarto salvo la tierra, esa tierra pulverulenta que todo lo llena, que flota en el aire, que se deposita sobre los suelos, sobre los muebles, sobre la cama, sobre la piel y que penetra en mis pulmones cada vez más petrificados, cada vez más lentos. Esa tierra que emborrona mi mente y mi mirada.

Y el calor...

He oído decir que el mundo acabó en lo que llaman "Silence Day" que, al parecer fue el grito enloquecido del "Colorao" ante la imposibilidad de soportar ni por un segundo más las bocinas de los taxis. Yo sólo recuerdo que todo ardió en un estallido de furia; pero se muy bien que el grito no fue ese por la sencilla razón de que "El Colorao" no habla inglés, "¡ni lo quiera Dios!".

Y el calor...

Desde el techo él me mira y yo lo miro a él desde la cama. Sus grandes ojos de jañape están fijos en los míos desde el fin de los tiempos, desde aquella era ya olvidada en la que el ruído de los carros y el pi pi pí de los claxons volvió locos a los gallos que comenzaron a cantar a cualquier hora del día o de la noche sin pausa y sin concierto, creando así la eternidad. Solo existen el jañape y ese polvo ceniciento de tierra removida que sigue cayendo inmisericorde sobre mi rostro, sobre mi vida, sobre la vida.

Y el calor...

Debo de haber muerto. Mis ojos están abiertos, lo se, pero no veo al jañape, en realidad no veo nada, ni siquiera la oscuridad, y echo de menos su muda compañía. Solo percibo la tierra que se acumula sobre mí en su lucha por enterrarme ¿Me habrá abandonado?

Y el calor...

Una lengua húmeda lame y limpia mis pupilas. Mi visión no es clara, pero aún así reconozco la silueta amiga que, al más leve intento de parpadeo, corre a colgarse del techo desde donde me mira. El brom, brom de los motores ha vuelto y el pi pi pí de las bocinas es incapaz de acallar la algarabía de los gallos. Al parecer estoy vivo, convertido en estatua de polvo gris, pero  vivo al fin y a cabo,

Y el calor...


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Texto extraído de un manuscrito titulado: "Notas para un Borrador de Autobiografía Informal".
Autor: Miguel Arcángel de Vallejera y de Riofrío.




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martes, 16 de abril de 2019

Notre Dame de Paris.

Notre Dame de París
Notre Dame de París



Notre Dame de París
Notre Dame de París



Notre Dame de París
Notre Dame de París

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Los discos duros de hoy día son tan pequeños y ligeros que uno los mete en la mochila cuando viaja sin pensarselo dos veces. Eso me ha permitido recuperar unas viejas fotografías de Notre Dame de París.

No son las mejores, ya lo se, pero son.

En el peor de los casos, siempre podré decir con orgullo: "Soy europeo y tuve la suerte de estar ahí, en una de las cunas de la vieja Europa". En el mejor, podré añadir: "Y vi como nuevamente resurgió de sus cenizas para volver a ser un símbolo de nuestra cultura".



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viernes, 5 de abril de 2019

La flor del cactus.

Flor de la Pitahaya
Flor de la Pitahaya



Flor de la Pitahaya
Flor de la Pitahaya



Flor de la Pitahaya
Flor de la Pitahaya



Flor de la Pitahaya
Flor de la Pitahaya



Flor de la Pitahaya
Flor de la Pitahaya

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La flor del cactus es lenta en su formación, no tiene prisa por mostrarse al mundo pero, cuando lo hace, es toda una explosión de belleza. La perfección hecha flor.

Eso sí, es efímera. En el caso de la pitahaya se abre de noche, se desnuda ante la luna que la mira con envidia y, al amanecer, tan pronto la tocan los primeros rayos de sol, muere.

El gran mérito de la flor del cactus radica en que su belleza es siempre recordada y sirve de referencia. Todos decimos: "¿Te acuerdas del año en que floreció el cactus...?"

Desgraciadamente no siempre podemos decir lo mismo de los hombres. Solo muy pocos se preparan, brillan y, cuando se apagan, son recordados.


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Texto tomado de: «Reflexiones de un Tarado».
Autor: Miguel Arcángel de Vallejera y de Riofrío.



Cuando un amigo se va - Alberto Cortez.
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martes, 2 de abril de 2019

La iglesia de Sisicaya

Iglesia de Sisicaya, Perú
Iglesia de Sisicaya, Perú

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En el Camino Inca o  Capac Ñan, que discurre desde Pachacamac al Cusco siguiendo el curso del río Lurín, una vez que dejas atrás Cieneguilla y el antiguo tambo de Nieve Nieve, encajonada entre los cerros y el río en plenas estribaciones de los Andes, se encuentra la Comunidad Campesina de Sisicaya compuesta por su iglesia y unas cuantas casitas que la rodean.

Ricardo Palma, en su conocido libro "Tradiciones Peruanas", se refiere a este pueblo como el de "Los malditos" porque, siempre según don Ricardo, allá por la época de la colonia sus habitantes adoraban en secreto a una cabra de plata con cuernos, pezuñas y pezones de oro. Los fieles devotos danzaban alrededor del ídolo mientras el chamán salmodiaba rezos; luego, hombres y mujeres, por orden de edad, chupaban de los pezones de la cabra mientras el oficiante decía "mama, mama" y ellos... mamaban. El cura tuvo noticias y avisó al Virrey por lo que, antes de que llegasen las tropas para corregir tamaño desafuero, los lugareños despellejaron al cura a latigazos y huyeron llevándose todas las joyas de la iglesia, incluida la campanilla de oro que había donado don Gonzalo Pizarro. El tesoro se supone que fue escondido en los cerros cercanos, pero nunca ha sido encontrado.

Añade este reputado autor que la casa del cura quedó cerrada desde entonces y nadie se atreve a utilizarla pues mora en ella un espíritu que, por las noches, saca el puño por la ventana y golpea en la cabeza a todo aquel incauto que se acerca lo suficiente. 

Perdóneme, don Ricardo, y con usted todos los peruanos aficionados a la lectura de sus tradiciones, pero, dejando al margen que el lugar es una auténtica delicia,  en esta ocasión creo que se equivocó o fantaseó excesivamente con la realidad porque, siendo así que las cabras fueron introducidas en el Perú por los españoles, no resulta creíble que, en tan corto espacio de tiempo, se convirtieran en objeto de adoración por parte de unos pueblos cuya cultura era ya muy próxima al monoteísmo. Además, ¡qué diablos, don Ricardo! en habiendo cosas más sustanciosas que mamar no me imagino yo a la congregación chupando de las tetas de una cabra de plata por muy de oro que fuesen los pezones.


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Texto tomado de: «Crónicas de Viajes Reales o Soñados».
Autor: Miguel Arcángel de Vallejera y de Riofrío.


NOTA para viajeros del siglo XXI o posteriores: El autor de estas crónicas tenía contratada la línea telefónica y los datos con Entel Perú, filial de la chilena Entel, y su teléfono quedó absolutamente difunto por falta de cobertura apenas superado en unos metros el lugar de San José, antiguo tambo de Nieve Nieve. El resto de acompañantes, más inteligentes sin duda, llevaban líneas Movistar, de la española Telefónica, y tuvieron cobertura de voz y datos durante todo el tiempo en que nos internamos en las estribaciones andinas. No se trata de publicidad, sino de la realidad pura y dura.




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