Todas las imágenes que aparecen en este blog son propiedad exclusiva de su autor y están protegidas por la legislación española y los acuerdos internacionales sobre los derechos de la propiedad intelectual y, por tanto, no pueden ser descargadas, reproducidas y/o modificadas sin el consentimiento expreso y por escrito del autor. En caso de estar interesado/a en alguna de ellas, ponte en contacto.
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Ataviados de luto riguroso, preocupados por dar una imagen de tristeza no sentida pero sí bien fingida, nadie había reparado en que Sultán, el feo y viejo perro del no menos viejo, feo y solitario difunto, había seguido al cortejo hasta el cementerio.
Tras unos latinajos apresurados y un par de aspersiones con el roñoso y abollado hisopo, deudos y cura abandonaron el recinto con paso apresurado mientras un par de brujas plañideras contratadas lanzaban los últimos aullidos con sus bocas negras como cuevas abiertas al cielo. Al fin y al cabo era la hora del almuerzo y las tripas comenzaban a rebullir y rugir sin pudor alguno.
Pasados quince días, un barrendero municipal que se encargaba de la limpieza del cementerio encontró el cadáver hinchado y putrefacto de un perro acostado junto a la tumba. De su collar colgaba una placa de plata en la que se leía el nombre de «Sultán». Arrancó la placa, la guardó en su bolsillo y se marchó; las relaciones entre perros y humanos no eran cosa suya, la plata sí.
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Texto tomado de: «Han ser contos».
Atribuido a: Miguel Arcángel de Vallejera y de Riofrío.
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El mando a distancia. Escena en el río Cañete a su paso por Lunahuaná (Perú)
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Cuando Adalberto Rosauro se sentaba a la sombra del guanábano deseaba en el fondo que uno de los pesados frutos maduros cayera sobre su cabeza y se abriese dejando escurrir la blanca y dulce pulpa hasta sus labios. Con sólo imaginar el aspecto que tendría, se le dibujaba una sonrisa en el rostro y sentía en la boca el característico sabor que tanto le gustaba.
En momentos así filosofaba sobre los más diversos aspectos de la vida; tales como la importancia de la invención del mando a distancia. Se vio a sí mismo en la cama; el médico le había prescrito un mes de reposo absoluto y, en cuestiones de salud, él era muy cumplidor. Fue entonces cuando el sexto de sus veinticinco hijos, que por aquellos lejanos días opositaba a la judicatura, ató firmemente con cinta aislante el palo de la escoba con el del trapeador de modo que, sin necesidad de levantarse, pudiera cambiar los canales del televisor. Gracias a tan brillante idea, pensó Adalberto, había podido seguir sin perderse ni un detalle el concurso de marinera de Trujillo y la liga femenina de vóleibol.
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Texto tomado de: «Han ser contos».
Atribuido a: Miguel Arcángel de Vallejera y de Riofrío.
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Horizonte de Olas. Playa de los Pulpos, Lurín - Lima.
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Adalberto Rosauro estafa satisfecho. Para celebrar su cumpleaños habían acudido todos sus hijos y su orgullo de padre lo había impulsado a dar un paseo con ellos por «Los Pulpos Beach» que, de hecho, no era otra cosa más que la prolongación de «Arica Beach» donde tenía su residencia.
El acceso al arenal despertó la curiosidad de los bañistas que se giraban para verlos. Los veinticuatro mayores, rigurosamente ataviados con sus togas de abogado, camisa blanca y corbata negra, lo rodeaban formando un semicírculo en cuyo centro Adalberto daba la mano al vigésimo quinto que, con sólo cuatro años y sus piernecitas recién estrenadas, ya había conseguido dar respuesta al por qué la expansión del Universo se está acelerando y cuál es la naturaleza de la materia oscura responsable de esa aceleración. La alegría inundaba su alma y le rebosaba por los ojos; estaba seguro, iban a tener un Premio Nobel en la familia.
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Texto tomado de: «Han ser contos».
Atribuido a: Miguel Arcángel de Vallejera y de Riofrío.
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Iglesia de Santiago Apóstol. Surco Viejo, Lima (Perú)
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Desde que terminó la secundaria y para ser un «hombre de provecho» se había encerrado en un húmedo y oscuro sótano entre legajos de papel amarillento llenos de letras que, sin apenas cambios, formaban siempre las mismas palabras hasta que, una mañana de abril, por el agujerito que las polillas habían abierto en una vieja cortina, como un milagro, se coló un tímido rayo de sol que iluminó su frente.
Decidió cambiar. Se despojó del traje gris marengo salpicado aquí y allá por algunos musgos verdosos, tiró a la papelera su corbata negra con nudo windsor en la que el uso y la plancha habían dejado abundantes brillos y se enfundó aquella ropa informal que había comprado en un loco impulso del que luego se arrepintió y que, avergonzado, guardaba escondida para que nadie la viese en uno de los armarios metálicos que perfectamente alineados llenaban aquella habitación desnuda y oscura.
Cuando iba a franquear la puerta y dejar atrás su pasado se preguntó: «¿Y qué voy a hacer con mi vida?» Muy sencillo —era lo que mejor se le daba— cogió unos archivadores AZ de palanca, colocó en ellos bien ordenado todo su pasado, los puso en un carrito y se echó a la calle arrastrando su vida tras de sí.
Al pasar ante la Iglesia de Santiago Apóstol sintió el calor del sol en su cuerpo, respiró hondo, sonrió y se perdió entre las calles de Surco Viejo.
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Texto tomado de: «Han ser contos».
Atribuido a: Miguel Arcángel de Vallejera y de Riofrío.
Edvard Grieg - Peer Gynt - Suite No. 1, Op. 46 - I. Morning Mood.
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